El barbecho de la vida llama cada dos años a alinearse los
campos de mundos. Seres aparentemente iguales bajo la atenta mirada de un sol
que ordena y pasa lista.
Y así, entre mares de turnos, entre filas de silencio, un suspiro, las pipas salvadoras de la sed de
pasiones, surcos de breves raíces, se encontraron Girasol y Girosella. Tan
iguales, tan distintos, entre el tumulto de sudores que nada espera. Una estación,
un suspiro, las pipas salvadoras que retienen el agua que los tallos bombean
desesperados.
Dos que se revelan, que no miran al sol que los ordena.
Dos que se observan, que sienten que sus rostros son bellos,
diciéndoselo al oído, dejando que el ejército de inmóviles compañeros reciba
entre las filas, la brisa de palabras que liberan.
Son dos en un campo de cientos, de miles, que no encuentran
sombra en la paz, que se recogen en el secreto abrazo de la noche tibia.
Fuerza la luz el grito, pero Girasol y Girosella ya no están
en su lugar. Una línea de pipas deja el camino de tierra. El cielo trenzado de
cirros señala cien destinos para confundir al sol.
Y la muchedumbre de miradas cegadas de luz, susurra
escupiendo sus frutos secantes, negándose a la espera de un destino ajeno a la
madre tierra.
Las raíces se sacuden, se tocan. Red de vida oculta que
conecta sus presencias. Y esas almas escondidas
bajo la cofia de pétalos amarillos, se reinventan mirando alborotadas en
todas las direcciones. Ya no quieren luz, sino la sombra del compañero.
Y el campo dejan seco, llevándose en las pipas el agua de
vida que les permite seguir sus propios pasos, como hicieran aquellos dos
seres, girasoles, tal vez soles que, al girar, fueron luna.
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