Árboles que se miran ciegos, acariciando sus dedos centenarios,
susurrándose los silencios, escuchando el arrullo de la noche. Árboles,
sinfonía y coro de los vientos de otoño, música que desplanta el grito
desgarrado del miedo.
Árboles que se cuentan que son pareja.
Árboles, siluetas de pasiones, testimonio de amantes que clavan su
corazón en la corteza de la vida.
Árboles de alamedas, salpicaderos de humaredas, sombras de un infierno que la vida desertiza.
Árboles a los pies del río, estuario de un paisaje milenario, árboles
solitarios en la estepa de una mancha que no ensucia, que deslumbra en
su presencia.
Árboles molinos, locos caballeros que sueñan con
sacudirse de su sitio, imaginarios pensamientos de esos árboles que nos
regalan la vida y que hacemos papel.
Árboles que sufren cuando ven
marchar los camiones de troncos mudos de savia, que no entienden de
hachas, que aceptan el rayo. Árboles que lloran lágrimas de fuego, el
de la estúpida mirada del hombre de corazón negro, que no sabe de verde,
que ignora que está de paso por el bosque de la vida.
Árboles
siempre nobles, árboles que se escapan de los parques de hormigón,
desnudos en su belleza, ajenos al tiempo crecen tocando el cielo sus
copas.
Árboles, no os plantamos, perdonad nuestra idiotez.
Plantados, nosotros en el mundo, sin más raíces que el miedo, no
aprendemos de vosotros, maestros del silencio, señores de vida.
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