Mira de reojo el índice de metal, Torre Eiffel, anfitriona de todo y de
nada, máscara o mascarada. Máscara en los ojos de quienes a ciegas se
reúnen para decidir no decidir sobre la Tierra que pisan, que pisamos,
la que no es suya, en la que vivimos de prestado sin mirar a los ojos
del planeta que nos acepta a pesar de los pesares. El cambio para que
nada cambie, mientras la Tierra cambia forzada por discursos huecos,
primos de presidentes enfundados en escafandras
blancas mirando la realidad entre plasma y plomo. Ríe todavía la
inocencia de los niños como la de Tierra, aunque su ropa, manto azul
entre nubes disfrazado, tenga agujeros que la madre no puede remendar.
Pulmones que se ahogan entre verdes selvas, bajo hachazos de hormigón
que el altar de la ignominia venera. Es la guerra silenciosa, la del
hombre contra su Tierra, la del presente contra un futuro que por
incierto se sortea entre mármoles de estupidez parqué con campanadas, la
de cabestros del mundo que eterno creen su poder.
Los mares se
defienden, no saben de ricos y pobres, eso lo saben los ricos, dejando
el mundo de pobres como chivos expiatorios de la ira del planeta.
Cambio para que nada cambie, desertizar los campos como desierta es la
inteligencia, esa de la que hacemos gala entre pantallas, satélites, y
misiles, esa que brama justicia mientras firma contratos que desbocan la
injusticia.
Me gusta sentir que estoy de paso, inquilino de este
planeta azul, obligado a calarse una negra boina hasta las cejas, me
gusta sentir que la Tierra, sigue respirando para todos. Y no basta con
pedir perdón a la madre Tierra, porque el perdón sin reparación de nada
sirve. Es por eso que si la reparamos, estaremos reparando el futuro de
hombres y mujeres libres, de hijos, nietos, que hoy respiran vida, la
que con esfuerzo nos regala esta naturaleza herida.
París, ciudad de la Luz, ilumina por favor a estos que dicen ser gobernantes… ¿De todos?
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