Escalera de nubes, espiral de
sueños, tierra que se abre cómo herida que no cierra. Sombra y refugio bajo el
abrazo del roble de infinita altura, tocando el cielo sus múltiples copas,
rebosantes de un vino que llueve de noche.
La tumba no habla, clama el
silencio, los ojos dormidos de quien fue sin ser. Niño de lágrimas hacia
adentro, despedida sin adiós, alma que emigró alejada de un lugar que ya no
hervía en las noches de cocina de leña, voz de un padre al que tanto quedó por
escuchar, por preguntar.
Llora la savia, el miedo anida en
las ramas de un alma que se encoge y corre por caminos de niebla. Son las
quimas de esperanza, los años de dibujos en el árbol que protege, la escalada
paciente, el vértigo despistado, conversar con un cielo imaginario que devuelve
la voz de la imaginación, ronca y serena.
La vida desde arriba, la
serenidad de la brisa, el susurro del ruiseñor, la mirada traviesa del cuco, el
nido cómo cuna del ayer, la voz del hijo que suena en la imagen de quien fue
padre, siéndolo siempre en el alma del hijo.
Finos brazos de madera y
hojarasca, ventanita al cielo, lluvia insolente que llama en los inviernos, sol
de un verano que acaricia ahora a los amantes, en la casa del árbol, país en
miniatura, universo arrinconado de soledad repleta de guiños al mundo.
Casa árbol, secreto de voces que
reverberan entre ramas y follaje, santuario de paz en las alturas que no miran
hacia abajo. Noche de luna, filtra los hilos de plata entre las hojas perennes
de historia. Así, la casa del árbol es casa de todos, reunión de almas, de
dibujos y poemas grabados con caricias en el tronco de la vida.
Casa árbol, quizás llena, quizás
vacía, espacio de salvación que recoge aquellos sueños, anillo verde esmeralda,
ático del amor, cuando la mirada triste del viejo leñador, sonría sabiendo que,
ese árbol, esa casa permanecen en el corazón.
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