Manida talla de escasos
cimientos, rocosa mirada atrapada en la piedra aristotélica, secreta palabra,
reposa en la tumba de los corazones que mudaron su obra a otro escenario.
Alma, dedos de invisible
presencia, cuerdas del arpa que une los puentes del conocer eternamente
conocido. Alma, viento y ola, sacudidas que ahondan los misterios de la mirada,
ventana y puerta, última y primigenia. Alma tallada en la niebla, entre Avalón
y la costa de la razón.
Alma escondida entre redes de
pensamiento, entre gritos de carne y hueso, siempre andas en el último cuartel
del invierno de la vida.
Alma, señor con nombre de mujer,
tocas las murallas de la emoción, traduces en melódica canción los esfuerzos
por no morir entre bestiarios que a zarpazos se arrancan las ideas.
Alma, espejo y espejismo,
atraviesas cristaleras de luz opalescente, en el silencio de la noche, remueve
el viejo convento, entre la noche y el alba, suspirando en el aliento de quien
ya no dice ser. Alma, que das vida a los muñecos de trapo, bebedizo que las
venas anhelan para abrir paso a los torrentes de una eternidad robada.
Alma, vigía de la danza del bello
carnaval mundano, pasos descalzos que huella no dejan, relato de amistosa
presencia que siempre está en la boca de todos, chaleco salvavidas de una
tormenta final, la que engulle el firmamento del mirar. Alma, paseas tu
elegante figura por las calles de la ciudad, entre patios y jardines,
balconcitos de vecinos que alma tienen, porque alma dan al vecindario.
Alma, no te escondas, deja que
los ojos de brillo infantil asomen sus pupilas al secreto teatro del mundo, una
vez más.
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