Pequeñas joyas de mil colores cierran y abren estaciones en los cuerpos
que se esmeran por vestir su presencia. Botones de carey, de porcelana,
de madera, botones dorados, azabaches, botones que salvaron de la bala
el corazón cubierto por la vieja casaca.
Botones que estorban,
botones que protegen, bello rosario de estampas entre escenarios y
bastidores. Botones, alma de los hoteles, botones firmes mensajeros de
recados pasajeros, peregrinos infantes entre alfombras coquetas. Botones serviciales, aprendices de mundo, bibliotecas de saberes que secretos siempre serán.
Botones sin propinas, orgullosos de su elegante presencia, como botones
dorados del viejo ascensor palaciego. Botones por doquier, sinfín de
botones apretamos en la vida, sin saber si sube o baja el mecanismo que
engancha.
Botones de chaquetones cerrados en la tormenta, botones
cómo perlas que la mano adolescente no encuentra, curvaturas de
enigmática secuencia que la seda escribe como fórmula ancestral de lo
que es desabotonar.
Botones perdidos, entre lluvia y arenales, tesoro que queda en prenda, en las manos del febril enamorado.
Botones, tesoro del costurero que dormita en el desván, enciclopedia
abierta del vestir de las culturas, que se gustan y se miran, mezclando
sus costuras en una bella realidad.
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