Rasgado en el amanecer cómo la mirada del sol naciente. Flor de loto que reposa en la laguna de la serena luna de media noche.
Chino le llaman, entre susurro de viento, muralla eterna es su alma, la
de quien mira de espaldas a los recuerdos. Violín en la infancia,
adopción de ojos azules, estupor que no expresa la verdad de sus
recuerdos, manos salvadoras, relato que oportunidad de vida se alza más
allá del abandono.
Tacitas y palillos pintan la sonrisa de la eterna adolescencia,
esa voz que no repara en buscar verdades que se esfuman en las manos
del mago de larga trenza. Es chino el lenguaje que no entiende, la
luminaria que rebosa incandescencia, corazón que no duerme, que desbroza
las malas hierbas en el cielo de recuerdos sin estrellas.
Es chino,
sin igual, idéntico para unos de un millón de millones de almas, único
en su rincón de vida que rebosa el cielo de esperanzas.
Chino es el
escribir dibujando, figuritas que aletean impregnando de leyendas el
firmamento de las mentes que se abren cómo templos sagrados de antiguos
emperadores.
Chino es el opio, sagrada copa de vida y muerte,
sanadora presencia que cuida de las vidas, que las protege y las duerme
en sus más terribles pesadillas.
Chino es el misterio de la honra, la muerte en la deshonra, la verdad que se esclarece a caballo entre la vida y la muerte.
Chino es el silencio que reposa entre riadas de campos de arroz, es el
pudor silencioso de los amantes, desnudándose despacio entre sombras que
ya son chinas. Chino es el placer que se despega del incienso, brebaje
de lujuria deslizándose en la elegancia de los pechos breves que anhelan
sin pedir, solo a la espera.
Chino es el bosque, lo es la llanura,
china es la sabiduría ancestral, mística real, la que entre manos y
agujas sacude el dolor del cuerpo cansado. Y así, recorre el chino la
vida, entre avatares sin cimientos, con las alas en los tobillos, la
sonrisa respetuosa, el gesto que jamás tuerce.
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