Máscara, esa que esconde el gesto, que adorna el misterio de la emoción
latente. Máscara de terciopelo, de seda o de porcelana. Máscara de vivo
plumaje, pavonea entre columnas de mármol las miradas libres tras el
rostro sin nombre. Máscara, digna efigie, no expresa risa la tristeza,
no hay ápice de pena en la alegría.
Máscara que nada finge, perpetua
mirada en el desierto donde es dueña la vieja Esfinge. Máscara que
regalas libertad bajo tu doble o nada, reinventas la
danza en la que los ángeles suspiran de placer en el aquelarre de
diablillos que, sin máscara, a fuego miran entre aleros y cornisas el
gran baile de febrero.
Máscara que oculta el deseo, robas los besos
pegados a la piel que sin sentir busca en las manos el decir de la amada
en las sombras de la luna.
Mascarada que sacude del espejo la
fealdad manifiesta que sacude la expresión del que no quiere aceptar la
imagen que no es de él. Grácil máscara que tapas la desdentada esperanza
de unos, la lengua viperina de otros.
Máscara que llora en el
rincón, entre la cama y el balcón, ajena al baile del amor de amantes
que sin máscara buscan el cielo con infinita devoción.
Máscara
desempleada, en la lista del paro, sin más teatro ni papel que el mirar
la mascarada de quienes rígidos caminan entre gestos inventados para
decir que son lo que nunca fueron ni serán.
Máscara, guárdate de los
rostros sin mirada, porque dejarán sin vida tu presencia, la que mil
secretos guarda, a la espera del corsario que de tu cofre libere tu más
auténtica mirada.
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