La luna visita la hacienda, luces de velas en las ventanas que sudan
recuerdos de miradas más allá de la campiña. Jardín durmiente en su
nítida belleza, respiro de infante recién nacido. Salones
resplandecientes, candelabros que avivan el deseo de deslumbrar al
correr los cortinones del amplio ventanal.
Alas invisibles, mirada de un crepúsculo que huele a mañana, no presume de su magia, siempre atenta al porvenir.
Hadacienta nace y muere cada día, por las noches
hada, al amanecer Cenicienta, silenciosa entre rosales, traviesa entre
algodones de sensual volar por rutas de sueños que se recrean en las
sábanas del amor, sin podar la condición de quien es dueña de todo sin
necesidad de nada.
Hadacienta no desea calabazas, ni carrozas ni
ratones. Libre entre ventanales sacude los mundos del polvo que oculta
los corazones.
Deja Hadacienta con lustre la cocina, el tálamo y el salón, huele a rosas el pasillo, a romero cada piedra del viejo castillo.
Encuentra el señor los dibujos que entre sueños masculló, poemas que
sus manos nunca pudieron nombrar. Las risas de los infantes susurran por
el jardín, sacude la vida el alma de quien solo se creyó.
Hadacienta es perfección, la imperfecta solución, la que resuelve el
problema que en la mente del mortal se corroe como un teorema.
Es
Hadacienta amor, sin más cristales que sus ojos, sin más libertad que
sus alas, desnuda a la media noche, vuela al viejo cine, para besar a su
amiga eterna, la bella cerillera.
Y allí, en el patio de butacas, se miran sin más misterio que ver la vida pasar en la pantalla de un cine que nadie descubrirá.
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