jose maria

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martes, 2 de febrero de 2016

HERBITAÑO



Los años pintan siglos en el cielo plastificado por la ignominia de quienes creyeron ser los dueños de un planeta que llora lágrimas de plomo. Los vientos de alegría de antaño, entre mares de pinares, corazones de roble haciendo latir los bosques, han dejado un despilfarro de silenciosas mascarillas, millones de seres que taponan sus bocas y narices, deambulando `por calles de cristal y celofán.
Edificios que al tocar el cielo le hacen toser, pasillos de errantes mortales iluminados por sus pantallas viéndose cómo único árbol por cortar. No hay paisajes que copiar, solo fotos colgadas en Instagram que recuerda lo que fue la vida más allá del arrabal, hoy cemento de ojos ciegos por persianas que no suben.
Clarita, la niña ciega, corretea por las avenidas de oscuridad, entre puertas y despachos, plazoletas con luminarias que nada tienen que iluminar. Ajena a la luz blanca, no roza las paredes  tan lisas como las del hospital. Deja atrás ventanas de espejos por no ver la vasta explanada seca que ahora es la bella bahía. Se apilan miles de coches que cargan barcos rodantes que ya no tienen que flotar.
Entre el gris y el negro se pintan los días, ajeno el mundo al sol, desterrado por los hombres, calada la boina negra hasta las cejas del alma que se pudre en el corazón de la tierra.
Clarita, de ojos verdes brillantes, que nada vieron al nacer, recorre las tumbas de zombis, trajeados en espera de la sirena que les obligue a teñir de hollín sus cerebros cansados de no pensar.
Busca la niña la escalera de la última planta, sin miedo a la oscuridad. Sus pies pisan madera, la última que queda, peldaños que la empujan a la entrega del tiestito que entre sus manos lleva.
La puerta 103, la única numerada de las quince mil que agujerea el acristalado hormigón. Siempre entreabierta, porque nadie sabe de su existencia, siempre entrecerrada al mundo del sin vivir.
Al atravesar la puerta, los ojos verdes de Clarita se tornan azules, la luz entra por un ventanal que solo ella conoce. Y en la mecedora se columpia el viejo herbitaño. Sus largos cabellos peinados con el mimo de la lentitud cotidiana dibujan un rostro sin edad, profundos sus ojos de mar, secos de lágrimas que ya no riegan las praderías del alma. Pero su sonrisa es perenne, agrandándose sin disimulo al sentir la presencia de la niña. Solo en ese lugar, Clarita recobra la vista, lacerada por el olfato que impregna cada rincón de mil aromas de vida, mundo en el viejo desván.
Paredes de musgo, alfombra de cientos de especies de líquenes, una mesa de piedra, pergaminos de vida.
Sus ojos luminiscentes miran los de la niña, sonriente el escenario de una infancia por vivir. Clarita, ciega en el mundo, solo tiene ojos para los jazmines, los pequeños castaños, abedules, robles y manzanos. Almendros en flor, cerezos vestidos de novia, geranios que se desbordan al saludar a la niña.
Herbitaño, salvado hace lustros por las enredaderas que asieron su mano en la caída, herbitaño que dejo de hablar con los hombres para escuchar a las plantas.
Sabio entre los sabios, Lamarck le bendijo hace siglos, Fonquer, botánico donde los hubiera, le doctoró en un abrazo. Entre edades camina el herbitaño, reconocido en su talento natural para descifrar los secretos que la naturaleza por el viejo Rivas, entre herbarios de asombrosa belleza.
Recluido entre las plantas, en el desván del mundo, traza su plan sereno, con la ayuda del ciruelo.
Digitalis quiere venganza, parar el corazón de quienes no quieren verde el mundo.  Adormidera la guerra, sonríe Eritroxylum, porque de su hoja es la coca que todo lo puede.
Herbitaño pone orden al debate de las noches sin estrellas, dejando que te, café y manzanilla pongan paz en las disputas. Aunque largas son las refriegas de mil opiniones sabidas, cada cual es sabedor de su importancia en la acción. Ni sobra ni falta tiempo, las paredes rezuman agua que las generosas nubes regalan, haciendo un hueco al sol que disfruta de sus destellos sacudiendo y nutriendo vida con sus mandobles dorados.
Es la 103, el último bastión de oportunidad, los árboles se encabronan cuando chirría la sierra, pero los sauces reparten salicílico para todos.
Es Clarita la mensajera, la guerrillera,  la que cuenta las cosas como la luna le dice. Cuando ella aparece, ya rondan en el desván gorriones, palomas, patos salvajes, preparados para llevar semillas a donde les indica la sabia decisión del conocedor de tierras que aunque arrasadas, tienen vida en sus entrañas. Abejas, expertas polinizadoras, se ordenan en formación para viajar allí donde una flor queda. En secreto crecen árboles en los cimientos de los largos edificios de hormigón. Raíces que ya empiezan a agrietar lo que parecían colmenas imperecederas que dan paso a las vidas sin más esplendor que el existir.
Y así, el viejo herbitaño, sonríe feliz, sabedor de que sus huestes aman la vida y la tierra, que no se dan por vencidas, que quieren salvar el relato de lo que es el planeta.


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