Los años pintan siglos en el
cielo plastificado por la ignominia de quienes creyeron ser los dueños de un
planeta que llora lágrimas de plomo. Los vientos de alegría de antaño, entre
mares de pinares, corazones de roble haciendo latir los bosques, han dejado un despilfarro
de silenciosas mascarillas, millones de seres que taponan sus bocas y narices,
deambulando `por calles de cristal y celofán.
Edificios que al tocar el cielo
le hacen toser, pasillos de errantes mortales iluminados por sus pantallas
viéndose cómo único árbol por cortar. No hay paisajes que copiar, solo fotos
colgadas en Instagram que recuerda lo que fue la vida más allá del arrabal, hoy
cemento de ojos ciegos por persianas que no suben.
Clarita, la niña ciega, corretea
por las avenidas de oscuridad, entre puertas y despachos, plazoletas con
luminarias que nada tienen que iluminar. Ajena a la luz blanca, no roza las
paredes tan lisas como las del hospital.
Deja atrás ventanas de espejos por no ver la vasta explanada seca que ahora es
la bella bahía. Se apilan miles de coches que cargan barcos rodantes que ya no
tienen que flotar.
Entre el gris y el negro se
pintan los días, ajeno el mundo al sol, desterrado por los hombres, calada la
boina negra hasta las cejas del alma que se pudre en el corazón de la tierra.
Clarita, de ojos verdes
brillantes, que nada vieron al nacer, recorre las tumbas de zombis, trajeados
en espera de la sirena que les obligue a teñir de hollín sus cerebros cansados
de no pensar.
Busca la niña la escalera de la
última planta, sin miedo a la oscuridad. Sus pies pisan madera, la última que
queda, peldaños que la empujan a la entrega del tiestito que entre sus manos
lleva.
La puerta 103, la única numerada
de las quince mil que agujerea el acristalado hormigón. Siempre entreabierta,
porque nadie sabe de su existencia, siempre entrecerrada al mundo del sin
vivir.
Al atravesar la puerta, los ojos
verdes de Clarita se tornan azules, la luz entra por un ventanal que solo ella
conoce. Y en la mecedora se columpia el viejo herbitaño. Sus largos cabellos
peinados con el mimo de la lentitud cotidiana dibujan un rostro sin edad,
profundos sus ojos de mar, secos de lágrimas que ya no riegan las praderías del
alma. Pero su sonrisa es perenne, agrandándose sin disimulo al sentir la
presencia de la niña. Solo en ese lugar, Clarita recobra la vista, lacerada por
el olfato que impregna cada rincón de mil aromas de vida, mundo en el viejo
desván.
Paredes de musgo, alfombra de
cientos de especies de líquenes, una mesa de piedra, pergaminos de vida.
Sus ojos luminiscentes miran los
de la niña, sonriente el escenario de una infancia por vivir. Clarita, ciega en
el mundo, solo tiene ojos para los jazmines, los pequeños castaños, abedules,
robles y manzanos. Almendros en flor, cerezos vestidos de novia, geranios que
se desbordan al saludar a la niña.
Herbitaño, salvado hace lustros
por las enredaderas que asieron su mano en la caída, herbitaño que dejo de
hablar con los hombres para escuchar a las plantas.
Sabio entre los sabios, Lamarck
le bendijo hace siglos, Fonquer, botánico donde los hubiera, le doctoró en un
abrazo. Entre edades camina el herbitaño, reconocido en su talento natural para
descifrar los secretos que la naturaleza por el viejo Rivas, entre herbarios de
asombrosa belleza.
Recluido entre las plantas, en el
desván del mundo, traza su plan sereno, con la ayuda del ciruelo.
Digitalis quiere venganza, parar
el corazón de quienes no quieren verde el mundo. Adormidera la guerra, sonríe Eritroxylum, porque
de su hoja es la coca que todo lo puede.
Herbitaño pone orden al debate de
las noches sin estrellas, dejando que te, café y manzanilla pongan paz en las
disputas. Aunque largas son las refriegas de mil opiniones sabidas, cada cual
es sabedor de su importancia en la acción. Ni sobra ni falta tiempo, las
paredes rezuman agua que las generosas nubes regalan, haciendo un hueco al sol
que disfruta de sus destellos sacudiendo y nutriendo vida con sus mandobles
dorados.
Es la 103, el último bastión de oportunidad,
los árboles se encabronan cuando chirría la sierra, pero los sauces reparten
salicílico para todos.
Es Clarita la mensajera, la
guerrillera, la que cuenta las cosas
como la luna le dice. Cuando ella aparece, ya rondan en el desván gorriones,
palomas, patos salvajes, preparados para llevar semillas a donde les indica la
sabia decisión del conocedor de tierras que aunque arrasadas, tienen vida en
sus entrañas. Abejas, expertas polinizadoras, se ordenan en formación para
viajar allí donde una flor queda. En secreto crecen árboles en los cimientos de
los largos edificios de hormigón. Raíces que ya empiezan a agrietar lo que
parecían colmenas imperecederas que dan paso a las vidas sin más esplendor que
el existir.
Y así, el viejo herbitaño, sonríe
feliz, sabedor de que sus huestes aman la vida y la tierra, que no se dan por
vencidas, que quieren salvar el relato de lo que es el planeta.
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