Miraba hipnotizado la lámpara que de pronto disipó la oscuridad. Llamas
que parecían salir de algún lugar mágico, dando luz a la sala principal.
El Passer, madera, espejos y cuadros, recuerdos de hazañas ocultas. Y
yo, convertido en policía justiciero, con mi traje cruzado, recién
estrenado, de rayitas tan finas que en mi cuerpo repentinamente de
hombre, ralo en la barba de un día, espigado como espigón al mar parecía
al verme en la luna del fondo.
Olía a tabaco, Chanel y a vida
subterránea. Rostros esquivos, transparentes, oscuros bajo el ala de los
sombreros como viejos paraguas a medida de sus respectivos aguaceros.
Esos que la vida regala en vidas rotas, cosidas con puntos gruesos para
hacer de la banda la familia.
La pistola me molestaba en su funda,
entre la ingle y la cadera, disimulada penosamente por el corte de mi
americana. Y ni intención tuve jamás de sacar aquel juguete de tiros
largos, aunque conocía bien los aires hampones y los susurros y toses
disimuladas.
Un niño cruzó el pasillo corriendo, saludándome por mi
nombre. Y don Antonio Benedecci, me dijo que me sentará con él. Le
acompañaba su hija Antonella, sonriente, vivaracha, de anchos y esbeltos
hombros, mordiéndose el labio inferior con su bella dentadura de
cristal. Sus manos como pinceles, sus pechos insinuado en el vestido
negro, su cuello de cisne negro, me hicieron beber el whisky antes de
saludar.
Decomisando alcohol me pasaba los días, las noches y en los quehaceres, soñaba con Antonella cada amanecer rosáceo.
Valiente policía estoy hecho, me decía cada mañana, solo deseando tocar
el cabello de aquella joven que desde niña jugaba entre calles y
plazoletas, compartiendo pelota, goma y comba siempre sonriente al
mirarme.
Fue al posar mi trasero en la silla de vieja madera, cuando
no sé cuántas estrellas conté. El puñetazo del viejo ni si quiera lo vi
salir, sintiendo la nariz quebrar el tabique ya prominente de por sí.
Don Antonio, bello viejo, de pelo cano, nariz de águila y manos de
hierro, me extendió educado su pañuelo grabado con sus iniciales.
Por orgullo y por pudor, me recompuse con rapidez, con un dolor de picota que hasta el cerebro embota.
Y sin mediar palabra, de no sé dónde sacó el más grande pistolón que
jamás había visto. No sé si tenía un cañón, dos o veintidós. Pero ahí
tenia mirando aquellos dos agujeros, como prismáticos negros que
amenazaban mi frente goteando puntitos de cristal, sudor más elemental.
Y así habló Don Antonio, sin dejar de apuntar mi cabeza, aunque su voz era tan suave como la de mi padre al morir.
Mira hijo, hasta los cojones me tienes. Prefiero pensar que eres hombre
a no un afeminado disfrazado. Aquí tengo a mi hija soñando cada día en
tus abrazos. Te ama desde que es cría y parece que tú eres tonto o lerdo
o las dos cosas. Así que aquí se acaba la desdicha por activa o por
pasiva.
Tienes diez segundos para pedir la mano a mi hija. Y de no
ser así, no tendrás más problema que acudir a tu propio entierro. Eso
sí, le pago yo.
Por el alcohol no hay problemas (continuó el viejo
sabio), que si te desposas con ella, yo prometo cambiar el alcohol por
leche de soja que parece estar de moda.
Cinco segundos tarde en pedir la mano de mi amada, eso que el viejo consiguió y que mira que a mí me costaba.
En granjero me convertí, a las afueras de la urbe, aunque no sé si yo
ordeñaba o era mi Antonella adorada la que a mí me vaciaba.
JMFP
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