Mansión de atardeceres, sombras que los árboles recogen cada mañana para
dejar que el sol limpie las polvorientas estanterías repletas de libros
a medio escribir. Páginas que esperan con temblorosa emoción el sonido
de la puerta por abrir. Silencio de medio día, algarabía de la noche,
esa que despierta a las doce, con el pasear de candelabros encendidos
por ninfas apenas visibles entre cortinas de luz, luciérnagas
disfrazadas de llamas que acomodan sus cuerpos en las velas inmaculadas.
Tintinear de copas, de cubertería de alpaca, aquella que quedo en la
alacena después de vender la plata. Luna que asoma a la mesa de caoba,
en la hora de la cena, saludos invisibles, puertas que las almas
atraviesan con respeto, primero llaman, después pasan, mientras la
cocina danza en manos de Vestigia, la eterna cocinera que los duendes
pintan de gris sus iris tristes.
Doña Amelia, señora de las tierras
que asoman por el ventanal al norte, preside la mesa con el repique del
cuchillo en su copa de murano, la única que conserva, siempre sobre el
lomo del piano. Su marido, consorte en ciernes, que murió hace cien
años, defendiendo el honor de la familia en un duelo a pistolón, quedo
muerto en el espigón, sin más dolor que tropezar como consecuencia del
ron. Mal disparo el suyo que en la caída apunto a su barbilla saliente,
saltándose todos los dientes antes de batir su mente. Sigue esnifando el
rapé de su cajita de plata a la diestra de su esposa sin más efecto que
el gesto, ese de alivio aparente luciendo su agujero en la boca.
La
tía Prudencia, difuminada en la esquina, atenúa su sonrisa, recordando
que en su histeria descubrió que el orgasmo era bálsamo de su síntoma, y
que entre orgasmo y orgasmo, sucumbió en un latigazo de nadie sabe qué
extraña presencia.
El agrio notario, siempre presente, el que firmó
la sentencia de muerte de la fortuna pretérita, no ceja en sentarse a la
mesa, ahora que no es cuerpo presente aunque la señora le observa
indolente deseándole la vida para volver a acarrearle la muerte.
Los
gemelos en la otra punta, con la nana Josefina, los tres risueños,
pendientes de que empiece el pasa platos, a la espera del postre, aquel
de nata y limón que sin hacer la digestión en un notable atracón, en el
río dejo flotando sus sueños y algarabías, mientras la nana volaba por
el bocal del olvido en la desesperada fortuna de morir en paz y amen.
Agotadora mansión cada noche de San Juan, la que en la casa celebra la
pasión sin relato carnal. Y mientras la velada transcurre entre
silencios y chanzas de fantasmales presencias, el rocío se cuela por la
ventana abierta del más bello desván. Allí espera dormido el que
habitante real esconde su espera y deseo, entre relato y relato. El
joven de carne y hueso, el que allí se quedó, reconstruyendo la casa
después del incendio fatal. Réplica de la primera, quizás más bella que
la original, arquitecto de sueños, espera a su amada llegar
Solo al
golpear la primavera los primeros aldabonazos al alma, el rocío se
convierte en ella, desnuda sobre su cama. Allí, en el mar de sabanas,
los besos tan reales son, que en el momento crucial, el de amantes sin
fin, en el éxtasis de amor, la mansión su luz apaga, en un gemido de dos
que uno son en un instante tan largo como la noche.
Y los espíritus por un momento se reencarnan y saludan, se despiden entre platos para regocijo de la cocina.
Y en la casa solo queda el sudor perlado y bello, ese que deja la
marca, que no de sábana santa, sino del más bello relato ese que solo es
de dos.
JMFP
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