Entre la calle del Viento y la esquina con la del Saco, sigue plantada
la verja del número sesenta y nueve, la casa del burruco, como exclama
el letrero que todavía limpia entre legañas, Manolín el raqueruco.
Es el burruco hombre de buenas maneras, conocido en la red de calles,
por ser hijo del maestro, nieto del maestro, bisnieto del maestro,
cuando la lonja era también la escueluca de los chavalucos, que
descalzos volaban como merlines al borde del espigón.
El burruco no
es maestro, pasa el día entre paseos, de arriba abajo las cuestas
pindias, con su cuaderno y su lápiz en la oreja que le queda, pues la
otra se la arranco el anzuelo, al tirar a los bonitos en una mañana de
julio, sirviendo, eso sí de buen cebo para el más hermoso ejemplar.
El burruco es conocido de todos y amigo de nadie, ni mal encarado ni
amable, lleva a gala el respeto, entre tasca y montañesa, pero eso sí,
siempre espera en la sobremesa a los infantes vecinos, a los que ayuda
en sus tareas, por mente privilegiada que da igual sea el álgebra, que
las ciencias o las artes.
Nada quiere el burruco, mientras recorre
los diques, la ciudad que se hunde el puerto, entre amarres y viejas
grúas. Nada pide, silencio regala, ese que a la ciudad la falta entre
tanto opinar y cambiar el rumbo de la canción que sobre los tejados
resuena.
El burruco pasa el tiempo sentado en el noray del adiós,
ese que despide y saluda al bien amado crucero, el que recuerda el
burruco cuando venía de Cuba, entre especias y bellas damas a las que la
boina saluda para después asaltarlas en el baile del día del mar.
El burruco es elegante sin necesidad de que el sastre pase por el 69.
Ropa de padres a hijos, plancha y mano certera en el aseo diario.
Biblioteca que nadie conoce la que en el salón de la casa esconde los
diez libros más raros que nadie pueda contar. El burruco lee y relee, y
de memoria escribe nuevos libros entre luces que del puerto no se
acuerdan cuando iluminan el alma de ese hombre sin edad.
Dibuja
paisajes con tres lápices que mantiene siempre en el bolsillo del alma.
El naranja, el azul y el verde, para después como fotos adornar los
corazones de a quienes las estampa regala.
Es de ideas fijas, poco
discutidor. Escucha entre col y col y a veces apunta de espaldas al sol,
parrafadas que al vuelo recoge para escribir de la vida, esa que tiene
las alas de hadas y el cuerpo de barro seco.
Es el 69, escuela
provisional, verja siempre abierta al mundo, que solo se cierra de golpe
en la nariz de las hienas, esas que vestidas de dandi de reojo miran y
conspiran.
El burruco protege el relato de lo que dicen que son los
vecinos, hombres, mujeres y niños que del mar nacieron en orden. El que
marca la pleamar para obedecer a la luna en cada parto sin par.
La
lluvia y el viento sur espabilan el trasiego de fantasías y sueños, de
realidades contadas, de muchas incluso vividas. El burruco pasea su
saludo, en espera de una bocina. La que le devuelva su sueño de amor que
siempre será.
El burruco no desfallece, mantiene la mirada firme,
vislumbrando la humareda del siguiente barco dibujado en el horizonte.
Será carguero o mercante, qué más da. Ya llegará.
El burruco murió
en el Carmen, ese 16 de julio que siempre fue su pasión, aunque nunca
supo por qué. Cuando los vecinos entraron a la casa del finado, antes de
echar a volar sus cenizas al nordeste, la exclamación se hizo viento
que recorrió la ciudad.
Cuadros y dibujos de luz, libros a medio
escribir, otros cerrados solo para imprimir. Lecciones de vida y sol, de
mareas y tormentas recorrían los pasillos de la vieja mansión de quien
fue, duque del acantilado. Y en la pared del salón, el testamento
ensartado por la daga que nunca uso, salvo para pelar manzanas. La
fortuna del burruco, más grande que la del vecino de la calle del
martillo, quedaba en manos del barrio, para respirar libertad, con la
lección aprendida de quien no se pueden fiar.
Y al sepelio acudieron
todos, pasado, presente y futuro, bajo la mirada azabache de quien
antes no pudo llegar. Pero el burruco por burro, o por enamorado,
mezcladas las cenizas en olas, de la arena hizo escultura y de la
escultura el alma, que volvió para a su amada besar, y en el remanso de
paz quedaron, entre mareas y orilla.
JMFP
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